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Las reglas mafiosas del nuevo orden internacional

La diplomacia de Donald Trump sigue las normas y los ritos de las organizaciones mafiosas. El objetivo es repartirse el mundo con las otras dos superpotencias autoritarias: la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping. Y queda la duda fundamental de si la Unión Europea podrá defender los valores de un orden liberal internacional.

Trump y Zelenski
Lluís Bassets

Cuando Volodímir Zelenski recibió a Scott Bessent el 12 de febrero no se dio cuenta de que el secretario del Tesoro de Trump, el primer miembro de la nueva Administración en viajar a Kiev, era portador de una “oferta que no podía rechazar”. El apresurado Bessent llegó con un contrato bajo el brazo para la explotación de las tierras raras de Ucrania y la alegre pretensión de llevárselo firmado a Washington el mismo día. Zelenski lo rechazó indignado, a los pocos días quiso negociar algunas enmiendas y, finalmente, una vez en la Casa Blanca para la firma, pretendió discutirlo ante los periodistas con Trump y su vicepresidente J. D. Vance. Le ha sucedido como a Jack Woltz, aquel personaje de El Padrino que se negó a contratar a Johnny Fontane, el cantante ahijado de Vito Corleone, y luego tuvo que corregir su error tras encontrar entre las sábanas de su cama la cabeza ensangrentada de Khartoum, su caballo de carreras favorito.

¿Tierras raras a cambio de la paz? Todo es insólito y de difícil explicación, incluidos los minerales, en las relaciones internacionales trumpistas. No es habitual un trato como este, un deal en el que la superpotencia pretende terminar con una guerra, cobrar por adelantado las rentas de la incierta paz y recuperar a la vez las inversiones en ayuda al país agredido, sin comprometerse ni siquiera a seguir prestando el apoyo necesario para evitar su derrota. Menos comprensible todavía es que ninguna concesión exija al agresor, cuyas condiciones para la paz ha aceptado íntegras de antemano. Hasta llegar al extremo de congelar el envío de armas y la inteligencia militar que necesita Ucrania para doblar el brazo a Zelenski, al igual que don Vito consiguió que Johnny fuera contratado por el productor de Hollywood.

Trump está sacando todo el jugo a la condición de Estados Unidos como superpotencia imprescindible que reivindicaba la difunta secretaria de Estado demócrata, Madeleine Albright. Para la guerra, para la paz y para un alto el fuego, sea en Ucrania o en Oriente Próximo, allí está el presidente que ha acumulado mayor poder desde hace al menos 80 años, rodeado de unos equipos tan atrabiliarios y extremistas como él mismo y con sus propias y naturalmente extrañas ideas que se abren paso ante la incredulidad incluso de muchos de sus partidarios. Una asociación entre ambos países para la explotación de recursos naturales en nada protegerá a Ucrania de una nueva agresión rusa si no va acompañada de firmes compromisos militares equivalentes al artículo 5 del Tratado Atlántico sobre la solidaridad entre los socios de la OTAN, a la que los ucranios quieren pertenecer para sentirse seguros.

Es lo de menos el contenido del contrato o los dudosos beneficios que puedan proporcionar los minerales, sino quién lo propone y para qué. De entrada, para demostrar quién manda. La firma es un acto inicial de vasallaje, de momento para sentarse en la mesa de negociación y solo a cambio de no contar con su abierta hostilidad. Trump quiere la paz a cualquier precio, aunque sea de la rendición y de los cementerios. La necesita porque la había prometido. Para dedicarse a la creciente confrontación con China, pero también para abrir las puertas a los prometedores negocios que atisba con una Rusia reincorporada a la familia internacional en su nuevo orden mundial.

Sin rubor proclama su equidistancia entre verdugo y víctima, pero ni siquiera se molesta en ocultar la simpatía y la confianza que le despierta Putin y la antipatía y la desconfianza hacia Zelenski. Proclama como un dogma que Putin quiere la paz y se ofende ante las suspicacias respecto al presidente ruso, acreditado como histórico vulnerador de tratados, acuerdos y treguas. Ni Serguéi Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores ruso, lo haría mejor. La consagración de la reversión de alianzas y de un viraje ideológico mayor —ahora, propiamente antioccidentalista, como el pensamiento putinista— se expresó con escandalosa claridad en Naciones Unidas, donde Washington y Moscú votaron al alimón contra Ucrania y Europa junto a las peores dictaduras del mundo.

Queda siempre el margen de duda que ofrece el carácter del personaje, voluble y errático, hipersensible como pocos a la adulación, y atento al último interlocutor que se haya prodigado en masajes a su ego narcisista. Lo saben Macron y Starmer y lo ignoró Zelenski. Todos le corrigieron sus disparates respecto a la responsabilidad de la guerra, entera de Putin, o la proporción de la ayuda estadounidense, por debajo de la europea. Pero el presidente ucranio lo hizo sin la desenvoltura y el humor del francés y del británico y con el dramatismo y la tensión que corresponden al jefe de Estado de un país en guerra y parcialmente ocupado por el invasor. Fue el pretexto para la humillante emboscada que hizo temer por una ruptura definitiva, que sería también de la OTAN y conduciría muy probablemente a un callejón sin salida para Ucrania.

A la vista del discurso de Trump sobre el estado de la nación y de las distintas y convergentes iniciativas europeas, sería todavía prematuro dar por irreversible la ruptura. Hay que aprovechar los márgenes de comunicación con la Casa Blanca, si acaso quedan y por pequeños que sean, para evitar la derrota de Ucrania. Tal sería el caso si la negociación del alto el fuego fuera finalmente un mano a mano bilateral entre Putin y Trump, que pretende imponer sus condiciones a Ucrania y dar órdenes a los europeos para que emprendan tareas auxiliares. Sin Ucrania y sin Europa en la mesa, es inútil el acuerdo y plausible la victoria regalada por Trump a Putin.

Putin, en una reunión en 2022 con su Consejo de Seguridad. 

Para la vigilancia y preservación del alto el fuego no bastan las fuerzas militares de la coalición de voluntarios que se está construyendo a las afueras de la OTAN y de la UE. Sin apoyo aéreo, satelital, antimisiles y de inteligencia de Estados Unidos, probablemente ni siquiera podrá realizarse tal despliegue tras un alto el fuego precario y precipitado, puesto que sería extrema su vulnerabilidad ante cualquier ataque y abriría las puertas a nuevos avances rusos o incluso a la derrota ucrania. Para que no sea una breve e inútil pausa, solemnizada por los delirios de grandeza trumpistas, debe ser sostenible, con garantías contra un nuevo ataque ruso y dirigido a que Ucrania mantenga su independencia, su soberanía y sus fronteras seguras.

Europa está despertando. Dos tabúes, vinculados a la historia alemana, el del rearme y el de la ruptura del rigor fiscal, se han roto a la vez. Han calado las palabras con las que Angela Merkel recibió al primer Trump, cuando conminó a los europeos a que asumieran la responsabilidad sobre su destino. Su próximo sucesor, Friedrich Merz, lo confirma con sus ideas en favor de la independencia europea respecto a Estados Unidos o su disposición a aceptar el paraguas nuclear francés, una curiosa versión alemana de las ideas de Charles de Gaulle.

Así está naciendo la Europa de la defensa, empujada por la inflamada retórica antieuropea del trumpismo y su indecente acoso contra el dirigente de un país en guerra como Zelenski.

No basta con las declaraciones de voluntad política respecto a Ucrania y a la seguridad del continente. Las dudas versan sobre la capacidad europea de pasar de las palabras a los hechos. No tan solo para evitar la derrota de Ucrania, sino también devenir fuerza de equilibrio y de preservación de la legalidad internacional y de las instituciones en el nuevo orden mundial. Son cosas que desbordan la autonomía estratégica y el protagonismo en el escenario internacional. Europa tiene ante sí el desafío de mantener vivo el legado de 80 años de multilateralismo y de orden liberal, convertida en reservorio del derecho y de la libertad ante la fragmentación multipolar y el reparto autoritario e imperial del mundo en áreas de influencia.

Apenas quedan márgenes y tiempo para que se constituya como actor de máximo nivel, primero en la mesa de la paz en Ucrania y luego en el tablero global frente a Rusia, China y Estados Unidos. Su presencia en las negociaciones de paz, su persistencia en la seguridad colectiva atlántica y su empeño federalista son la última trinchera ante los designios autoritarios e imperiales de Putin y Trump para el continente europeo.

De ahí el paso crucial que significa la constitución efectiva de la Europa de la defensa, casi 70 años después del primer intento. En sus inicios está la coalición de voluntarios, que desbordará los límites de la UE para eludir los vetos del putinismo enrocado en Hungría y Eslovaquia y contará, en cambio, con países como Canadá, Noruega, Turquía y el Reino Unido, la potencia militar indispensable, poseedora también del arma nuclear, que encuentra así la vía de su reintegración europea después del Brexit. También escapará de la estructura de la OTAN, ahora bajo entero control de Washington y abierta en canal en cuanto a su futuro. Sin confianza no hay solidaridad, y sin solidaridad pierde toda su fuerza disuasiva el artículo 5 sobre la seguridad colectiva. Gracias a Trump, ahora los aliados atlánticos vecinos de Rusia son más vulnerables.

La tan cacareada diplomacia transaccional de Trump se ha revelado una ristra de comportamientos abiertamente mafiosos. Responden al manual de la cosa nostra en todo, desde las decisiones más domésticas hasta los tratos al más alto nivel internacional. El único criterio para pertenecer a su gobierno es la lealtad personal, que en los medios del hampa se asegura con la comisión por encargo de alguna fechoría. No cuentan las afinidades ideológicas, sino la sumisión y la adulación. Como en las “malas calles”, hay matonismo y linchamientos, que son digitales, a cargo de Elon Musk y su equipo de “liquidadores”, una banda extorsionadora que contará también con los turbios personajes colocados por Trump en la cúspide del Departamento de Justicia, el FBI, el Pentágono y las agencias de inteligencia.

El poder mafioso tiene sus ritos, que en el caso del trumpismo son espectáculos televisivos con escenas de sumisión o de chantaje en directo, a veces en el plató del Despacho Oval. Gracias a las imágenes, podemos observar cómo los secuaces cambian de parecer con solo una mirada del jefe, dan muestras de rastrera obediencia o se entregan a la violencia verbal y al acoso de sus víctimas para complacerle. Como en las bandas de gánsteres, todos deben disparar a la víctima para compartir la autoría del crimen.

La diplomacia extorsionadora funciona como un reloj donde Trump tiene más palancas de chantaje, que son más potentes cuanto más cerca de Estados Unidos, como geográficamente es el caso de Canadá o de México, o históricamente el de los países europeos. Las primeras víctimas suelen ser los vecinos del hampón, que solo admite relaciones de sumisión o complicidad, nunca tratos justos y entre iguales. De ahí que sea incompatible con las alianzas y las instituciones multilaterales.

No hay nada pasajero en estos comportamientos, que configuran un orden global mafioso, organizado por tres superpotencias autoritarias, contando a Estados Unidos, que está en camino de serlo, si no lo es ya después de seis semanas con Trump. Entre ellas negociarán sus disputas y se repartirán las hegemonías, cada una con su propia región mundial. En el espacio euroasiático, Putin con el manual del KGB y Xi Jinping con el más secreto y desconocido de la Secretaría de Organización del Partido Comunista maoísta. Y resguardado y aislado por los océanos en las Américas, Trump con el de la mafia neoyorquina. Todos con el mismo tipo de presiones y extorsiones autoritarias e incluso violentas.

Al internacionalismo liberal predominante en Washington durante 80 años le ha sucedido bruscamente el más crudo realismo, que rechaza la posibilidad de un mundo regido por reglas y reclama la efectividad de la correlación de fuerzas.

Es decir, que los más poderosos actúen en consecuencia y el resto se someta o espabile como pueda. Nada encarna tan bien tal modelo como un mundo dividido entre los imperios en áreas de influencia, al igual que la ciudad dominada y dividida entre las mafias, donde no se pueden rechazar las ofertas extorsionadoras de las superpotencias que mandan en cada barrio.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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