- Gobierno Sánchez defiende que China "es un socio imprescindible" mientras trata de aplacar las críticas de EEUU: "Nuestra política exterior no va contra nadie"
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Vivir en China, en una ciudad de primer, segundo o tercer nivel, es hacerlo en un escenario futurista que va varios pasos por delante incluso de muchos de los rincones más prósperos del mundo. Esta frase es una de las más repetidas entre los expatriados españoles que quedan obnubilados por el extremo desarrollismo de las grandes urbes chinas. El corresponsal que escribe estas líneas, que ha vivido en Pekín y Shanghái, cada vez que va al supermercado paga la compra literalmente con la cara (una máquina escanea el rostro que está vinculado a la plataforma de pago de Alipay), se mueve en ocasiones en taxis sin conductor, en su urbanización el nuevo vigilante de seguridad es un robot cuadrúpedo y tiene como vecina a una anciana que usa un exoesqueleto robótico para hacer senderismo por la montaña.
El envoltorio tecnológico es impresionante en un país que, desde su explosión económica tras las reformas aperturistas, no ha dejado de ser una gran tierra de oportunidades. Esto lo saben muchos líderes mundiales, quienes, independientemente de la salud de las relaciones bilaterales con los chinos, aguardan con ansia cada año poder realizar una visita a Pekín. Son conscientes de que un paseo por el gigante asiático y unas palabras aduladoras delante de su poderoso presidente Xi Jinping, equivale a volver a casa con varios acuerdos comerciales y de inversiones muy beneficiosos para sus países.
Hace unos días, un portavoz del Gobierno chino comentaba que España está a la vanguardia de las relaciones entre China y Europa. Es cierto. Con la visita de este viernes, Pedro Sánchez ha sido el líder europeo que más veces ha pisado Pekín (tres) desde la pandemia. Y España es el país de la UE que más delegaciones con presidentes de comunidades autónomas y alcaldes envía a China en busca de grandes inversiones y firmas de hermanamiento -que se traducen en proyectos de turismo y comercio- con ciudades chinas más desconocidas.
Sánchez, durante su encuentro con Xi Jinping, que es el líder chino que más poder ha concentrado en sus manos desde los tiempos de Mao Zedong, alabó el impulso de las relaciones entre España y China en medio de todo el caos global provocado por la destructiva guerra arancelaria de Donald Trump. El presidente español ha dejado claro que su Gobierno se ha subido al atractivo barco chino, que la travesía es muy larga y que no piensa bajarse en ningún otro puerto. Pero, a diferencia de lo que hacen otros líderes europeos cada vez que interactúan con Pekín, el socialista se pone una venda en los ojos para no ver la otra cara menos amable de China: la de un régimen autoritario que arrastra un enorme currículum de represión hacia la libertad de expresión y la disidencia.
En la China de Xi Jinping, aquella que Sánchez ve como un «socio imprescindible», ingresó a la fuerza hace un par de meses en un hospital psiquiátrico un abogado de derechos humanos que había enviado varias cartas a una oficina gubernamental que gestiona las quejas ciudadanas. Denunciaba el acoso policial, con visitas a domicilio e interrogatorios semanales, que estaban sufriendo dos de sus clientes, estudiantes que habían participado en las protestas que se produjeron a finales de 2022 contra las restricciones de la pandemia.
En la China de Xi Jinping, llevan muchos años en prisión, acusados de «incitar a la subversión del poder del Estado», un grupo de juristas chinos que formaron el Movimiento de Nuevos Ciudadanos, un colectivo que trató sin éxito de trabajar desde dentro del aparato político para impulsar un giro político hacia un sistema más democrático.
En la China de Xi Jinping hay una periodista crítica en prisión, Sophia Huang, que se convirtió en el rostro local del movimiento #MeToo tras ayudar a varias demandantes en un caso de acoso sexual que involucraba a un destacado profesor de la Universidad de Pekín. El verano pasado le cayó una condena por subversión estatal. Antes, pasó varias veces por la temida RSDL, siglas que hacen referencia a la «vigilancia residencial en un lugar designado». Se trata de un sistema carcelario extrajudicial que permite a la policía, bajo la Ley de Procedimiento Penal, aislar hasta seis meses a personas acusadas de poner en peligro la seguridad nacional, excluyendo a los abogados del proceso.
En la China de Xi Jinping, a finales del año pasado, hubo 45 activistas, políticos, profesores, periodistas y sindicalistas de Hong Kong que, tras ser declarados culpables de conspirar para derrocar al Ejecutivo de la ex colonia británica, fueron condenados a penas de entre cuatro a 10 años de prisión en virtud de una represiva ley de seguridad nacional impuesta desde Pekín hace cuatro años y que arrancó gran parte del grado de autonomía y libertades civiles que disfrutaba el centro financiero asiático.
La represión contra el activismo en Hong Kong se encontraba en una larga lista de temas de derechos humanos que aparecían en una carta que Amnistía Internacional envió a Moncloa antes del viaje de Sánchez, pidiendo que el presidente del Gobierno español sacara estos asuntos durante su visita a Pekín.
«Pedimos a Sánchez que solicite que se implementen todas las recomendaciones de los mecanismos de derechos humanos de la ONU respecto a la situación en la Región Autonómica de Xinjiang y que cese la persecución de todos aquellos que expresan pacíficamente sus puntos de vista. Personas de etnia uigur, kazaja y de otros pueblos túrquicos siguen siendo detenidas arbitrariamente», reza el escrito remitido por la organización. «Pedimos a Sánchez que plantee las preocupaciones sobre la falta de transparencia en el uso de la pena de muerte en China, que sigue siendo el principal verdugo del mundo, aunque no haya información sobre condenas y ejecuciones». Ninguno de estos temas se planteó durante la larga charla de tres horas que Sánchez y Xi tuvieron en Pekín.