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Miedo, rabia y dolor en la “autodeportación” desde Estados Unidos de los abuelos González

La pareja venezolana ha regresado a su país por temor a la maquinaria de terror migratorio de la Administración Trump, que celebra que las salidas voluntarias están aumentando sin aportar ninguna prueba

Javier and Patricia González, left and center Venezuelan migrants
Nicholas Dale Leal

Siempre han seguido las reglas. Y ahora las reglas los han obligado a tomar una decisión desgarradora. Patricia y Javier González, de 63 y 66 años, hasta hace unas semanas residentes en Utah, en Estados Unidos, gracias al permiso temporal del parole humanitario, se “autodeportaron” a Venezuela dos meses después de la llegada de Donald Trump. La hostilidad contra los migrantes desplegada por el nuevo Gobierno estadounidense desde su primer día en el poder dejó a esta pareja de abuelos —que prefieren usar nombres ficticios por su seguridad y la de su familia— en un limbo legal, expuestos a una detención de los agentes migratorios, acusados de estar en el país de manera irregular y posiblemente deportados. Consumidos por el miedo de encontrarse envueltos en la maquinaria de terror migratorio que la Administración Trump ha desatado, dejaron a su hija de 42 años, Jennifer —un nombre también ficticio por protección— y a sus tres nietos, el último recién nacido, para volver a un país que abandonaron cuatro años antes.

La llamada “autodeportación” a la que Trump anima a los migrantes, indocumentados o con permisos temporales, es una manera de pasarles la carga de tener que trasladarse de regreso a sus países. La lógica es sencilla. Si se crea un ambiente suficientemente adverso, tanto a nivel social como administrativo, algunos migrantes optarán por irse por sí mismos para ahorrarse un proceso migratorio humillante y deshumanizante. De paso, las autoridades se ahorran el esfuerzo y costo de localizar, detener y expulsar al migrante que opte por esta opción. Sin aportar cifras ni pruebas, la Administración Trump asegura y celebra que el número de personas que están haciéndolo es enorme.

El Gobierno ha publicitado la aplicación CBP Home como la herramienta para hacerlo, pero los migrantes y abogados especializados no identifican ningún beneficio en usarla, y más bien ven riesgos en dar datos que más adelante podrían ser usados en su contra, incluso imposibilitando su retorno a Estados Unidos en el futuro: de tres a diez años, de acuerdo con la ley y, en algunos casos, incluso de forma indefinida. Para evitar ese escenario, los abuelos González compraron un par de tiquetes de avión y se fueron de vuelta a Venezuela.

CBP ONE

Allí ya no tienen familia cercana, pues sus otros dos hijos varones viven en Chile desde hace varios años. Además, por diversas razones en las que por precaución prefieren no ahondar, corren riesgos de persecución política. Así que han optado por mantener un perfil bajo y no volvieron a su casa en Maracaibo, sino a otra ciudad del centro del país. Allí también es más fácil conseguir la medicación para tratar la diabetes de Patricia y un poco de familia extendida da la semblanza de una red de apoyo.

Volver es un proceso de reaprendizaje, aseguran por videollamada. “Todo cambia. Los espacios físicos, las cuestiones culturales, las cuestiones gubernamentales. Entonces venir a vivir aquí, después de estar viviendo con una estructura organizacional estable, es un choque emocional. Pero estamos viviendo ajustados a la situación de acá, aunque no sabemos todavía qué tiempo vamos a estar de nuevo en el país, porque de arreglarse la cuestión de Norteamérica lo más seguro es que viajemos de vuelta. No tanto por dejar Venezuela, sino por el apoyo que podemos darle [a Jennifer]”, dice Javier con testaruda esperanza, pues volver a estar con sus nietos, en especial el que no tiene ni siquiera un mes, lo es todo.

Pero estar en Estados Unidos sin papeles legales no es, ni nunca fue, una opción. Llegaron a principios de 2023 después de pasar dos años en Chile y de que su hija Jennifer, que lleva desde 2019 en territorio estadounidense bajo asilo político, los reclamara justo cuando iba a dar a luz a su segundo hijo con un régimen especial de la era Biden que facilitaba el trámite de parole humanitario —un permiso para residir y trabajar temporalmente en Estados Unidos cuya continuidad ahora mismo está en los tribunales— a los venezolanos. Fue como un milagro para la familia. Y cuando estaban por cumplirse los dos años de ese permiso, comenzaron a tramitar el Estatus de Protección Temporal (más conocido como TPS, por sus siglas en inglés), que les daría otros dos años por lo menos.

Luego llegó Trump a la Casa Blanca y comenzó a firmar decretos. Entre estos, la cancelación de nuevos permisos de TPS. De repente, Patricia y Javier estaban en territorio legal desconocido: en teoría la prueba de la tramitación avalaba su situación migratoria, pero si ese trámite nunca iba a concluir, la cosa no estaba tan clara.

Donald Trump

No eran ilegales, porque entraron al país de manera regular por un puerto de entrada, pero ya no tenían nada que avalara su estatus. Tampoco eran deportables sobre el papel, porque no habían cometido nunca ningún delito. Sin embargo, si salían conduciendo y eran detenidos, su licencia de conducir no iba a ser válida porque sus papeles migratorios tampoco lo eran. Si eso pasaba, estarían cometiendo una infracción —manejar sin permiso— que, desde que se aprobó la ley Laken Riley en la primera semana de Trump de regreso en el poder, se había convertido en una razón válida para una deportación.

Optaron por encerrarse en casa para no correr riesgos. La economista y el profesor de universidad de Sociología dejaron sus trabajos como vendedores en tiendas y abandonaron sus clases de inglés. Y entre esas cuatro paredes, al calor de las incesantes noticias de órdenes ejecutivas o declaraciones escandalosas, de redadas migratorias o detenciones de pesadilla, y especialmente de deportaciones, los abuelos sufrían. Los niveles de azúcar de Patricia se dispararon con el estrés y el miedo. Su diabetes se volvió una cuestión delicada. Era claro que no podían seguir así, algo tenían que hacer.

Estaban muy informados, pero llenos de sospechas. El registro de migrantes avanzado por Trump parecía una trampa para entregarse a las autoridades, al igual que la aplicación de CBP Home, esa reinvención de CBP One, la aplicación lanzada por Biden para agilizar la tramitación de solicitudes de asilo que el nuevo Gobierno había convertido supuestamente en la manera más moderna de “autodeportarse”. Se sentían acorralados.

Tras consultar con abogados migratorios, que temían que el periodo de prohibición de reingreso en el país se activara con los procedimientos promovidos por el nuevo Gobierno ―la aplicación o la firma voluntaria―, decidieron que lo mejor era volver a Venezuela por voluntad propia para no empañar su historial y mantener abierta la posibilidad de volver al país. A finales de marzo, bajo el discurso de Trump, se volvieron dos de los supuestamente muchísimos “autodeportados” de los que la Administración alardea sin haber dado cifras.

Patricia, Javier González

“Hubiéramos querido continuar con el proceso que habíamos confiado que se estaba dando, tener más tiempo. Pero somos personas de fe, respetuosas con las leyes y ante todo de las autoridades”, dice la voz templada de Patricia justo cuando su leve sonrisa se aplana y sus ojos comienzan a verse vidriosos por las crecientes lágrimas. “Apoyamos a nuestra hija. No queríamos ser una carga, como todo ser humano que quiere valerse por sí mismo y estar en familia. Porque es nuestra hija, nuestra única hija, ella nos necesitaba. Una como madre sabe que la hija la necesita”, agrega, ya con desesperación y un poco de rabia, cuando también añade que además de ayudar en el hogar de su hija, pagaban sus impuestos y no suponían un riesgo para nadie a pesar de que pinten a todos los venezolanos como criminales o pandilleros.

Los sentimientos por estos días se entremezclan y parpadean en la distancia que separa la que ya era la casa familiar en Utah y el lugar de aterrizaje de Patricia y Javier en Venezuela. En Estados Unidos, Jennifer, con un bebé de apenas unas semanas y otra de dos años, no ha dejado de trabajar como asistente en un despacho de abogados. La familia entera, incluidos sus suegros, echan una mano con la casa y los niños, pero el vacío de los abuelos maternos es palpable. El nieto mayor ya no está obligado a practicar su español, y Jennifer teme que lo vaya perdiendo en la inercia de la asimilación. Pero, con todo, debe mantener la compostura.

Miles de kilómetros más al sur, Patricia y Javier navegan la nostalgia y la impotencia agarrados a su fe, que ayuda a tragar lo que les ha tocado. Están enteros, buscando cómo sostenerse solos, sin depender demasiado del dinero que les pueda enviar su hija y adaptándose a su nueva realidad. Pero apenas unas palabras después de comenzar a contar su historia, asoman la cabeza el dolor y la rabia de saber que han sido vencidos por el miedo que ha generado la crueldad intencional del Gobierno de Donald Trump.

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Sobre la firma

Nicholas Dale Leal
Periodista colombo-británico en EL PAÍS América desde 2022. Máster de periodismo por la Escuela UAM-EL PAÍS, donde cubrió la información de Madrid y Deportes. Tras pasar por la Redacción de Colombia y formar parte del equipo que produce la versión en inglés, es editor y redactor fundador de EL PAÍS US, la edición del diario para Estados Unidos.
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